Reza la divisa cervantina del clásico bar portmanyí, Quijote, que «el andar por tierras y conocer a diversas gentes hace a los hombres discretos». También les quita vanidad, porque adquieren consciencia de que el mundo –como el corazón— no tiene límites y, a medida que más conocen, se dan cuenta de que falta mucho más por saber. Solo los nacionalistas cainitas que sueñan el regreso a las tribus, pulgarcitos embebidos de su propia importancia, son proclives a la frontera separatista: racistas, juzgones, miedosos y agresivos porque temen lo desconocido.

El mejor viajero es aquel que no sabe adónde va. Llegué a la taoísta y quijotesca conclusión una madrugada en que estaba perdido en la voluptuosa vorágine de La Habana. Había un velo hechicero en el aire que te invitaba a rasgarlo, descubriendo así un camino nuevo, casi metafísico, en la senda vital de la capital más sensual del Caribe. Entonces no lo comprendí, pero fue en ese momento, al rayar el alba con el canto orgulloso de un gallo, borracho por amantes aromas y excitado después de haber sido ingeniosamente burlado por dos encantadoras mulatas, escapar a una redada, ser refugiado (y obsequiado con un talismán que duró lo que mi estancia en Cuba) en casa de una familia de santeros y haber encontrado en ella un placer tan amable como inesperado, fue entonces, cuando me di cuenta de lo delicioso que es permanecer a la deriva sin más planes que los que un capricho imponga a la voluntad.

El viajero siempre ama.