La parábola de los viñadores es un complemento a la parábola del pasado domingo. La parábola de los dos hijos a los que el padre les envía a su viña para que trabajen. Uno dice que irá pero no fue. No es suficiente decir que creemos si la fe no se expresa o se manifiesta con obras. Dice San Agustín: tiene fe el que practica lo que cree. El apóstol Santiago nos dice: la fe sin obras es muerta, no existe. Jesús compara a Israel con una viña escogida. Dios no escatima nada para cultivar y embellecer su viña. Los viñadores a quienes Dios había entregado al cuidado de su pueblo representan a los sacerdotes, escribas y ancianos. El dueño es el Señor que envía a sus siervos a los labradores para percibir los frutos. Pero los labradores maltratan y matan a los enviados. Finalmente les manda a su hijo, pensando que a su hijo lo respetarán. Los viñadores tienen la perversa y criminal intención de asesinar al hijo heredero para quedarse con la herencia. No piensan en el castigo que Dios impondrá a los malvados: les dará muerte y arrendará la viña a otros. Pero los viñadores homicidas cegados por la ambición echaron fuera de la viña al hijo heredero y lo mataron. Es una referencia a la crucifixión de Jesús que tuvo lugar fuera de los muros de Jerusalén. Por causa de la infidelidad de aquellos labradores, el Reino de Dios, será transferido a otro pueblo, los gentiles, que sabrán dar a Dios los frutos que Él espera de su viña. Los cristianos de todos los tiempos deberán considerar esta parábola como una exhortación a construir con fidelidad sobre Cristo, para no reincidir en el pecado de aquella generación de judíos. Al mismo tiempo debe llenarnos de esperanza y seguridad, aunque la Iglesia parezca cuartearse en algún momento, su solidez está asegurada porque tiene a Cristo, el cual dijo. «Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo».