Si no fuera trágico todo lo que estamos viviendo sería un culebrón de los que no tienen nombre. Pero no es un culebrón. Es una farsa convertida en tragedia con unos responsables directos, las autoridades catalanas, que no conocen límites. No tienen límites a la hora del desacato a la Ley, de reírse del Estado, de inventarse una ficción alimentada con extraordinaria desfachatez y con dulces y sosegadas palabras como las pronunciadas por Puigdemont en su pretendida réplica al Jefe del Estado que, en esta ocasión, ha tenido el acierto de lanzar un discurso claro que millones y millones de españoles estaban deseando escuchar.

En este camino sin límites y plagado de desvergüenzas, ahora surge el mantra de la mediación. ¿Qué mediación?. ¿Para qué la mediación?. Cuando de mediación se trata no podía faltar la Iglesia, o mejor dicho, una parte de la Iglesia. Esto no es Colombia, ni se trata de un conflicto internacional. Se trata de un proceso que ha tomado forma de insurrección liderada por la izquierda más extrema.

Es obvio que hay un problema político. Que hay muchos ciudadanos catalanes que no se sienten españoles. Negar la evidencia no conduce a nada pero cuando los sentimientos, las estrategias se desbordan y se organizan para llevarse por delante todo aquello que nos ha permitido vivir en libertad, para desafiar al Estado y se instala la más absoluta de las ilegalidades, el problema cambia de dimensión. Es necesario abordar el problema político, pero lo urgente, lo previo es restablecer la legalidad que obliga a todos los españoles.

Hablar de mediación son ganas de internacionalizar el conflicto de la misma manera que se ha tratado de municipalizar la estrategia de la Generalitat. El Gobierno, con buen criterio, la ha descartado y parece estar a la espera de acontecimientos --¿más?-- para tomar decisiones. A esta toma de decisiones emplazó el Rey a «los poderes públicos».

Es obvio que los problemas políticos se resuelven desde la política y una herramienta esencial es el dialogo, pero ojo con manosear el concepto. ¿Cómo hablar con quien se complace, permite y alienta romper la baraja constitucional?. ¿Cómo hablar con quien se refiere a las FSE como fuerzas «ocupacionales»?. Hablar con quienes van de desafío en desafío sería tanto como premiar a quienes han puesto al Estado en jaque. Dialogar con Puigdemont como si aquí nada hubiera ocurrido supondría alentar a que otras comunidades, también con reivindicaciones y bien legítimas, entraran en dinámicas insoportables para cualquier Estado.

La situación ha llegado a unos límites casi insoportables y no son pocas las personas que desde la buena fe alientan la idea de la mediación que cuando es esgrimida desde el secesionismo no tendría más objetivo que establecer como caminar hacia la independencia y la independencia de una parte de España no está contemplada en la Constitución. Ni en la nuestra ni en ninguna del mundo civilizado. Otra cosa es modificar la Carta Magna que, por supuesto, es una posibilidad tan legitima como la propia Constitución.

El desasosiego se ha instalado en los ciudadanos españoles y de manera especial en los ciudadanos catalanes. Los que abogan por la independencia rompiendo todos los límites, es seguro que tienen su punto de vértigo y los que no, viven en la inquietud ante el futuro inmediato en el que lo único seguro es que todos vamos a vivir días muy duros. Más duros que los vividos hasta ahora.

Estamos a días de que el Parlamento catalán proclame la famosa DUI. Se habrá consumado la farsa que ha adquirido la categoría de tragedia. Quedan días, hay tiempo no para una mediación imposible e impensable, sino para que Puigdemont de un paso atrás. No lo hará y el despropósito, el desafío se habrá consumado ante el asombro, la perplejidad y la tristeza de millones de españoles.