Da la impresión de que no queremos aprender de los muchos errores que hemos cometido a lo largo de nuestra historia con sus muchas guerras civiles, con sus dictaduras y dictablandas, con un personal que a lo largo de los siglos ha tenido como único trabajo vital el intentar cargarse el país en el que vivimos y encima, pese a tantas aguas turbulentas, no han conseguido cargárselo. Y cuando estamos en condiciones de hacer algo bueno, de modernizar verdaderamente el país, lo que nos pone es liarnos a garrotazos. Da la impresión de que los políticos, casta y anticasta, son un país y nosotros, los sufridores, los contribuyentes netos, otro. Cuando Franco murió cableado por el marqués de Villaverde, en la cama, todos pensamos que había llegado la hora de España: los procuradores a Cortes se quitaron el arco y las flechas, Carrillo decidió tender la mano; Fraga, lo mismo, el clan de la tortilla heredó esa idea republicana moderada de España, vascos y catalanes decidieron trabajar en ese frente común que entonces prometía mucho. Se dieron las condiciones, la coyuntura, para poner una base de país potente, conciliado, sin taras, aparcando lo que había que aparcar y estando en el mundo civilizado con voz y voto. Pues bien, todo eso se fue perdiendo, se fue enquistando, se fue envenenando a la gente con toda esa historia de que tú eres de otro sitio, algunos se dedicaron a mangar en vez de a gobernar y finalmente una crisis profunda ha propiciado que hayan entrado en política gente de un nivel bajísimo: esas son las aguas turbulentas en las que estamos, aderezadas por quienes ponen, por cuenta propia, embajadas en Dinamarca a las que no va nadie. Si la Transición tuvo espíritu, éste se evaporó.