Los cristianos llamados a ser caritativos y evangelizadores, nos unimos formando unas comunidades que son las parroquias. Ellas son células vivas de la Iglesia y el lugar privilegiado en el que la mayoría de los fieles tienen una experiencia concreta de Cristo y la comunión eclesial. Como nos decía san Juan Pablo II, la parroquia ha de ser «la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas» (ChL 30). «Esto supone que realmente esté en contacto con los hogares y con la vida del pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La parroquia es presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la caridad generosa, de la adoración y la celebración.

A través de todas sus actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros para que sean agentes de evangelización. Es comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío misionero» (EG 28). 53.- Todos los miembros de la comunidad parroquial son responsables de la evangelización de los hombres y mujeres en cada ambiente. El Espíritu Santo, que actúa en Jesucristo, es también enviado a todos en cuanto miembros de la comunidad, porque su acción no se limita al ámbito individual, sino que abre siempre a las comunidades a la tarea misionera, así como ocurrió en Pentecostés (Cf. Hch 2, 1-13).

Cada comunidad parroquial está llamada a descubrir e integrar los talentos escondidos y silenciosos que el Espíritu regala a los fieles; y ha de estar abierta a la diversidad de carismas, servicios y ministerios, todo ha de estar organizado de modo comunitario y responsable, siendo integradora de movimientos y asociaciones de apostolado u otras realidades eclesiales ya existentes, respetando también, allí donde se den, legítimas autonomías canónicas y pastorales.

No olvidemos que la Eucaristía, signo de la unidad con todos, ha de ser la fuente y culmen de la vida cristiana. La Eucaristía, en la cual se fortalece la comunidad de los discípulos, es para la parroquia una escuela de comunión. Hagamos que nuestras parroquias sean siempre comunidades eucarísticas de las que ha de brotar la comunión misionera. Que de la Eucaristía nazcan comunidades misericordiosas «donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida nueva del Evangelio» (EG 114). 57.- La Iglesia está llamada a ser sacramento de la unidad de todo el género humano. Nuestra comunión con Dios es la fuente y el dinamismo para la comunión con nuestros hermanos. Los que formamos Iglesia hemos de reflejar en nuestros pueblos y ciudades, en los hogares y el trabajo, la gloria del amor de Dios, que es comunión, y así atraer a las personas y a los pueblos hacia Cristo. Comunidad solidaria

La Iglesia es una comunidad solidaria con las realidades humanas, preferentemente con los pobres. Si Jesús vino para que todos tengamos vida en plenitud, las parroquias y las instituciones eclesiales han de responder a las grandes necesidades de nuestros pueblos. Para ello, tienen que seguir el camino de Jesús siendo buenos samaritanos como Él.

De la parroquia, una vez formados y disfrutando de sus actividades, hemos de salir para compartir la vida de nuestros hermanos. La alegría del evangelio «siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, de salir de sí, de caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá» (EG 21). Tenemos que repetir en los ambientes donde vivimos los gestos de misericordia de nuestro Señor y Maestro. Hemos de acoger y proteger a los pobres y a los marginados, invitar a la conversión a los pecadores, ocuparnos de los enfermos, defender a los pequeños y a los débiles, enseñar a perdonar y a amar a los enemigos, anunciar la misericordia divina sobre la humanidad e interceder por todos.