Si alguien quiere conocer la historia reciente de España, le recomiendo que eche un vistazo a las estadísticas de desempleo desde que se instauró la Segunda República en 1931 –cifras no muy fiables– hasta hoy. Porque al margen de presidentes de Gobierno, reyes, dictadores, leyes y guerras, el paro define muy claramente cómo vivimos, qué grado de bienestar alcanzamos. Sin empleo todo lo demás se derrumba: dinero, cultura, ocio, salud, deporte... donde no hay una base firme de progreso y confort no pueden desarrollarse otras actividades con cierta solvencia. Por eso contemplar la montaña rusa de mareantes subidas y bajadas en la tasa de desempleo describe a la perfección la historia de nuestro país: una larguísima travesía del desierto con algunos breves oasis. Aunque no me fío mucho del dato, solamente nos hemos situado en términos punteros entre 1959 y 1975, en plena ebullición franquista, cuando se hizo casi todo lo que vemos: desarrollo urbanístico, turístico, industrial... entonces –aunque gran parte de la mitad femenina de la población no estaba en el mercado laboral– andábamos en el idílico cinco por ciento de paro que hoy exhiben los países que gozan de mayores niveles de democracia y bienestar. Paradójico, ¿verdad? Desde la muerte del dictador... el caos. No porque Franco supiera mantener la economía al día, sino porque todo era tan falso y tan endogámico que se cayó por su propio peso en cuanto España abrió sus puertas al exterior. Luego llegó Aznar y cocinó aquel «milagro económico» que nos condujo como una bala al mínimo histórico de los últimos tiempos: un 8 % de paro desconocido por aquí. Aún queda mucho. Muchísimo para volver a respirar.