Madrid. Agosto. Viaja usted en metro leyendo un pasaje del último Premio Planeta. De pronto dos niños comienzan a correr por el vagón. Chillan, le empujan y se cuelgan de una de las barras rompiendo la paz de ese instante que comparte con un autor al que acaba de conocer y al que ya tutea. No consigue concentrarse a pesar del ritmo azulado de la historia. Se pone los auriculares y conecta su teléfono con su lista de música, pero el ruido y los empujones no cesan.

De pronto nota cómo su calor corporal sube. Su mandíbula se pone tensa y sus piernas comienza a bailar impacientemente. La conversación interna con su propio enfado le lleva a preguntarse la causa por la que la familia de esos pequeños no frena su instinto. ¿Acaso no deberían controlarlos e impedir que molesten al resto de usuarios de ese transporte público? Si estuviesen en Japón sabrían lo que es bueno, allí se considera de mal gusto contestar incluso una llamada... pero aquí todo el mundo hace lo que quiere y así nos va. De pronto decide dejar de hablar con su propia moral y preguntar al resto de los usuarios si esos niños “no tienen padres”.

Eleva la voz. Deja que la rabia y el enfado por un día de estrés, de calor, de malos gestos y de sopor rancio salgan por su boca. ¡Ya está bien! ¡Dejemos de quejarnos hacia dentro y verbalicemos lo que nos molesta! ¡Pero así, hacia fuera, sin poner tweet en redes sociales, ni comentarlo luego en casa! ¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Me planto!

Y de pronto el padre de los chavales, en el que no se había fijado hasta ese momento, un hombre de mediana edad, con el pelo ralo y que escondía la cabeza entre las manos, levanta unos ojos perdidos, llorosos y llenos de dolor y los fija en los suyos: “Lo siento, su madre acaba de morir en un accidente, me han llamado del hospital. No sé cómo decírselo y no sé cómo romper este momento en el que todavía son felices para cambiarles la vida”.

La vergüenza, la culpabilidad y el desconcierto se apoderan de usted. Ya no sabe qué hacer con su libro, cómo deshacer su falta de humanidad, de qué manera consolar a ese desconocido que se columpia en su mirada y le suplica una respuesta que cambie las cosas y dice un leve, escueto y robótico “lo siento”.

Esta es una historia real que nos contó uno de los mejores profesores que he tenido en mi vida. La pretensión de aquel abogado que nos ilustraba sobre Derecho Deontológico no era otra que la de hacernos pensar. «Sois periodistas», nos dijo, «debéis cuestionarlo todo, ver las cosas desde cada uno de sus prismas, independientemente de su número y forma, ser ecuánimes, no dejaros llevar por las emociones primarias y, sobre todo, ser la voz siempre de la verdad». Un periodista lo es todos los días. Un periodista debe ante todo ser buena persona para hacer su trabajo con una moral intachable y sin dejarse seducir por el ego y por el aplauso fácil. Un periodista es un cronista de la vida y por ello debe plasmar su pulso, el latido de lo real, con la firmeza de un historiador y la pluma de un escritor, pero sin confundirse con ambos.

Hay asignaturas que todos deberíamos cursar con 20, 30 o 60 años para no tener cuentas pendientes con la vida. Si había una disciplina que muchos consideraban innecesaria en Periodismo y Comunicación Social, esa era Derecho Deontológico y, sin embargo, esa “María” de tercero fue para mí una de las lecciones más importantes. Tal vez se deba más al maestro que a la teoría y por eso hoy me apetecía recuperar a Enrique Riera. Despertarlo en este domingo cualquiera en el que necesito recordar qué es importante, qué merece la pena, qué lecturas merecen una segunda vuelta y dónde enfocar la mirada cuando el simplismo me aturde. Puede que “La Muerte de Sócrates” o “Yo, Claudio” me lo hayan devuelto por un instante.

Enrique Riera se marchó sin hacer ruido. Una noche su corazón noble y generoso dejó de latir. En mi recuerdo sigue como siempre, aferrado a un bastón elegante, con su pañuelo asido a una de sus muchas americanas y el recuerdo de una sonrisa impecable. En mi memoria se pasea con su aspecto de caballero de otra época, disculpándose por fumar como un carretero y por permitir hacerlo en clase al resto de alumnos, aunque “a algunas” no nos pareciese bien y fuésemos del “Club Antihumos”. Recuerdo su mirada de niño en el cuerpo de un hombre de edad indefinida.

Enrique Riera me dio antes de que terminase la carrera una lista de los libros que debía leer para ser mejor persona, para aprender a mirar más allá de lo obvio y ser menos crítica y más mayéutica, y ¡en eso estamos, caballero, aprendiendo cada día, evocando la historia del metro y escribiendo mucho, aunque no todo merezca la pena!

Enrique Riera me animaba a no dejar la poesía, a seguir juntando letras y a equivocarme muchas veces para tener historias que contar. Un día me dijo que una novela es el refugio del miedo de un escritor. El acantilado de sus fantasmas ocultos. Sé que me quedan autores que descubrir y páginas que apuntalar con versos. A los maestros no se les olvida, se les escribe, aunque sea desde la atalaya de un Periódico.