El pasado jueves asistí a la presentación de la Historia fantástica de Europa, el último libro de mi amigo y compañero José A. Zorrilla, diplomático, cineasta (autor del galardonado El arreglo), articulista en El Confidencial y escritor, por este orden. Fue presentado por Maite Pagazaurtundúa y Raúl Guerra Garrido, quienes no ocultaron su entusiasmo por una obra aparentemente disparatada que en realidad es un alegato en pro de la unidad de Europa. La historia está escrita por un miembro del Consejo Imperial para rebatir la falaz propaganda de la Confederación de Estados Americanos … Arranca con el Cid y Roland ganando la batalla de Roncesvalles (!) y termina en Asia central, en el Valle de Ferganá, dónde los mandarines Marx y Engels, cónyuges legales, crean un sistema económico basado en los principios de la tradición ateniense. El relato, en ocasiones desternillante (Lenin convertido en superconservador de la tradición y horror del Imperio por su tradicionalismo extremo, Sherlock Holmes y Kim Philby en funciones de espías papales etc.) está plagado de private jokes fuera del alcance de víctimas de la LOGSE y jóvenes profesores universitarios con bagaje cultural adquirido en el todo a cien de la Wikipedia y las facultades españolas actuales. Éste es, precisamente, el único inconveniente del libro: lo que para el lector instruido puede resultar una delicia, para el lector iletrado carecerá de todo interés.

El segundo libro es el de la catedrática María Elvira Roca Barea y se titula Imperiofobia y leyenda negra. En él explica con rigor qué tienen en común los imperios y las leyendas negras que irremediablemente van unidas a ellos, cómo surgen al ser creadas por intelectuales ligados a poderes localistas y cómo los mismos imperios acaban a veces por asumirlas. La autora se ocupa de la fobia imperial en los casos de Roma, los Estados Unidos y Rusia para analizar con más profundidad y mejor perspectiva la leyenda negra del Imperio español y concluir que en muchas ocasiones la historiografía oficial («la Historia, madre de la verdad», sentenció Cervantes certera y astutamente en el Quijote) se apoya en ideas basadas más en sentimientos hijos de la propaganda que en hechos reales.

El otro día me sorprendió mucho que una persona relativamente bien formada, Licenciada en Farmacia, me hablara del «genocidio español en América»; le señalé que, para que hubiera existido, hubiera sido preciso que cada español hubiera matado a dieciséis indios al día desde la llegada de Colón a América hasta la independencia de las provincias de Ultramar, que no colonias, por cierto, en el siglo XIX, algo que ni por asomo sucedió. El imperio azteca fue infinitamente más horrendo que cualquier otro, lo que explica cómo pudo ser conquistado por unos centenares de españoles apoyados por aliados locales. Cuando se inauguró el gran templo a Huitzilopochtli en Tenochtitlán, el emperador azteca Ahuitzotl lo celebró sacrificando a 80.400 prisioneros, muchos de ellos niños, en cuatro días; 14 víctimas por minuto, un ritmo genocida que superó al de Auschwitz.

La Inquisición española, que actuó durante más de 300 años en España y las Indias, generó un número de condenados a muerte inferior a las 3.000 personas, según el hispanista británico Kamen. El número de condenados sobre el total de procesados se acercó al 4%, muy por debajo de lo que comúnmente se piensa y eso que no sólo juzgaba delitos religiosos, sino también otros comunes como la pederastia o la falsificación de moneda. En conjunto, la Inquisición ejecutó a unas 750 personas al año entre Europa y América entre los siglos XVI y XIX. Pues bien, sólo en la noche de San Bartolomé del 23 de agosto de 1572 fueron asesinadas más de 10.000 personas por celosos católicos, de manera que los franceses mataron en una sola noche más de tres veces más gente de la que condenó a muerte la Inquisición en cuatro siglos.

En el admirable prólogo a su libro, la doctora Roca Barea se pone la venda antes de la herida al afirmar que no tiene «vínculo de ninguna clase con la Iglesia católica», que pertenece «a una familia de masones y republicanos» y que «no ha recibido educación religiosa formal», saliendo así al paso al conocido deporte nacional del argumento ad hominem.

Su libro tiene relación con el antes analizado de Zorrilla por cuanto aborda el tema del surgimiento recurrente de los imperios, estas macroestructuras políticas que han sido posibles porque, como afirma la autora, «nadie manda mucho tiempo sin el consentimiento, explícito o silencioso, de los mandados». La soberanía no se proclama sino que se obtiene, algo que los politicastros catalanes no acaban de entender.

En resumen, si su bachillerato se lo permite, le recomiendo la lectura de ambos libros en la certeza de que no le defraudarán. De lo contrario, absténgase, porque como señala la autora «analfabetos los ha habido siempre, pero nunca antes habían salido de las universidades»; de manera que no se fíe de títulos que apenas valen lo que cuesta el papel en los que se imprimió.