Hasta la llegada del turismo, cuando un ibicenco se refería al año del trueno, s’Any des tró, quería dar a entender una fecha fatídica, donde el fin del mundo casi aconteció en una isla tan adormilada y al margen de cualquier dinámica de la historia. El año del trueno fue el 21 de septiembre de 1730. Cuidado con el mes de septiembre, cuando el verano ya desfallece y exangüe anuncia le tregua del próximo otoño. Bien lo saben quienes recuerdan el 13 de septiembre de 1936, en plena guerra civil. El Año del Trueno (ahora lo escribo con mayúsculas) fue tan apocalíptico que desde entonces los isleños se refieren a el cuando quieren referirse a una desgracia insuperable.
Los pocos que ahora van tan tranquilos a ver las exposiciones del Polvorín de Santa Lucía han de saber que la gran explosión fue aquí, un estruendo demoledor que solo causó 15 muertos porque en realidad la isla estaba casi despoblada. Día de tormenta eléctrica y a un rayo no se le ocurrió nada mejor que incidir en pleno depósito de pólvora, a la sazón acumulada y dispuesta para usarla contra los visitantes incómodos. Y booommm... 370 quintales de pólvora explosionaron a la vez. La envidia de cualquiera etarra o yihadista pero multiplicado por cien (o más, un quintal equivale a 100 kilos). Toda esta excursión por nuestra historia reciente (que por cierto no conoce ni Dios) es para apuntillar la próxima incursión: será la temporada 2017, que al final del verano nos sumirá en una profunda confusión y un cansancio infinito. Un verano que pasará a la historia por su explosiva onda expansiva. Es de suponer que tras 2018 muchos de los turistas escarmentados no regresen a las Pitiusas nunca jamás.