El delito de desobediencia de los funcionarios y autoridades públicas está recogido en el artículo 410 del Código Penal vigente; el mismo delito cometido por ciudadanos de a pie en el 556 del mismo texto legal. En el primer caso, se castiga con «multa de 3 a 12 meses e inhabilitación para empleo o cargo público por un plazo de seis meses a dos años». En el segundo, si es grave, acarrea una pena de prisión de seis meses a un año. Así pues, al particular le sale mucho más caro desobedecer una resolución judicial que al funcionario o a la autoridad pública, cuando es obvio que debería existir mayor reproche penal para el delito cometido por funcionario público o autoridad. De ahí la chulería jaquetona de muchos politiquillos de tres al cuarto.

Por si fuera poco lo anterior, en la España de hoy, si un parlamento autonómico proclamase la secesión de su comunidad del territorio español no cometería delito alguno (!). Sé que puede costar creerlo, pero lo cierto es que nadie incurriría en responsabilidad penal por perpetrar un ataque de esa naturaleza al orden constitucional. Esa es la lógica absurda que consagra la debilidad de nuestro Estado: un acto de esa naturaleza no sería un delito de traición porque todas sus modalidades -previstas en los artículos 581 y siguientes del Código penal- descansan única y exclusivamente en el supuesto de un conflicto bélico entre España y una «potencia enemiga». Tampoco constituiría delito de sedición porque éste se tipifica en los artículos 544 y siguientes del Código penal sobre la base de un alzamiento «público y tumultuario». La declaración de independencia de una asamblea legislativa o de un gobierno autónomo atacaría la línea de flotación del orden constitucional pero, al no afectar al orden público callejero ni comportar tumulto, no cabría hablar de sedición. Tampoco habría rebelión, porque su esencia está en que ha de implicar un alzamiento para alguna de las finalidades señaladas en el artículo 472 del Código Penal y, aunque todas ellas se refieren a gravísimos ataques al orden constitucional, la norma exige que ese alzamiento, además de público, sea violento, con lo que quedan fuera del delito de rebelión los «alzamientos pacíficos».

Esta patética situación es nueva y se la debemos al llamado «Código penal de la democracia», uno de los innumerables despropósitos cometidos por los gobiernos del partido socialista: en el código anterior, la declaración de independencia de parte del territorio nacional se incluía entre los fines del alzamiento rebelde (artículo 214) sin exigir el requisito de violencia porque la esencia del delito consistía en la finalidad independentista de la acción. Pero es que, además, el artículo 217 castigaba también como rebeldes a quienes cometieran «por astucia o por cualquier medio contrario a las leyes» algunos de los delitos contemplados en el artículo 214, por ejemplo, la declaración de la independencia de una parte del territorio nacional. Tan claro era el propósito del legislador de defender el orden constitucional que castigaba con 6 años 1 día a 12 años de prisión a quienes «atentaren contra la integridad de a nación española o la independencia de todo o parte del territorio». Por cierto que este tipo penal, hoy lamentablemente suprimido, procede de una Ley de 1900 que pasó al Código Penal de 1928 como traición, se mantuvo como rebelión en el de la República de 1932 y continuó en el de 1944 y en los posteriores. El de 1995, por obra y gracia del PSOE, lo suprimió y, desde entonces, ningún gobierno ha osado reintroducir la figura penal de rebelión, dejando así a la intemperie nuestro orden constitucional frente a los movimientos secesionistas.

Blas de Lezo dijo que «una nación no se pierde porque unos la ataquen sino porque quienes la aman no la defienden». Tenía razón.