Una de las leyendas urbanas que circulan desde el principio de los tiempos es la de que el pueblo es sabio, así en abstracto, por definición. Es verdad que hay pueblos más sabios que otros. Por ejemplo, yo me fío más de la decisión política de un finlandés (porque ha mamado uno de los mejores sistemas educativos del mundo) que de un alumno de Pablo Iglesias, profesor a dedo (estacional) en una de las universidades con algunos de los departamentos peores del mundo o por lo menos más zarrapastrosos (basta dar una vuelta por el bar-politológico de la Complutense y, sobre todo, por la capilla de la otra Rita) para darse cuenta de lo que quiero decir. En Alemania Hitler subió al poder democráticamente; en Venezuela, por poner otro caso distinto, Maduro se arroga la sabiduría popular y levita en su poltrona: él les da a los venezolanos la cartilla de racionamiento y sus compatriotas, pensará él, le han otorgado por ciencia infusa su cetro y corona imarcesible. Luego tenemos otros casos de sabiduría popular british, como lo del Brexit que es como un tiro que les ha salido a los políticos por la culata, y es que esta costumbre asamblearia de consultarlo todo no tiene nada que ver con la democracia que consiste en pensar el voto racionalmente, en delegar para que cabalmente decidan por uno y luego que se dé la separación de poderes, como no sucede en España; además los referéndums los puede cargar el diablo, como acaba de ocurrir en Colombia donde los políticos perdonan pero no la población que ha visto como los mismos que han sangrado a borbotones su país podría acabar hasta como ministros del ramo. Colombia es un territorio que conozco muy bien: siempre he admirado el español que hablan allí, su hospitalidad, su inteligencia, la belleza de sus mujeres (como la que se trajo CR7 a Ibiza) y su dignidad incluso en los momentos más berracos de un país que, a diferencia del nuestro, ni olvida ni perdona.