Pocos son ya los que pueden negar un deterioro irreversible de muchos de los ecosistemas del planeta, y cada vez más son los que se atreven a diagnosticar la crisis sistémica como una crisis espiritual del hombre contemporáneo. Necesitamos medicinas para el alma y la Naturaleza es maestra en estas lides. Transforma desde su belleza y cuanto más penetramos en sus misterios y mensajes más nos sana. Un nuevo turismo está protegiendo los lugares más bellos del planeta, poniendo en valor elementos intangibles, espirituales, como el silencio o el placer estético y con una firme defensa de la cultura tradicional que los preservó durante siglos de un desarrollismo salvaje.

Dicen los sabios de las principales tradiciones espirituales que la Naturaleza no sólo tiene una dimensión material, tangible sino que también tiene una dimensión intangible, inmaterial, que sería su dimensión espiritual y más profunda. La naturaleza como un libro sagrado, que no cesa de escribir en cada uno de sus fenómenos de belleza y donación un único verso: «todo es uno». «Todo está profundamente interrelacionado». Para quien la observa con un tipo de mirada más contemplativa se puede leer, incluso, que cada uno de nuestros actos, pensamientos y palabras tejen una realidad u otra. Que la crisis ecológica que atravesamos es una crisis espiritual de un hombre que ya no sabe leer los signos que se escriben en los horizontes y arrasa con su sed de recursos, de estímulos, una naturaleza que clama por mil heridas en todos sus ecosistemas.

En algunos lugares del planeta, como Japón, o Cataluña, se está apostando por el valor de ciertos espacios naturales, donde esos elementos inmateriales, como el noble silencio, que diría el buda, hacen que sean elegidos para un «turismo de interior», en el pleno sentido de la palabra.

Paisajes protegidos por gobiernos fuertes que hacen de la sostenibilidad su bandera y que se están convirtiendo en la vanguardia del único turismo que nos podemos permitir: el que cose su amor a la naturaleza con la recuperación de la cultura vernácula que ha dado, en el caso de Ibiza, este hermoso mosaico de pueblos, cultivos, bosques y calas; y premiarla por conservar una intangibilidad que nos está desapareciendo entre las manos de un tiempo de máquina y avidez, que promete desolar el planeta de santuarios.

Ese turismo "interior" está siendo cada vez más una apuesta de futuro en lugares donde la naturaleza aún conserva la capacidad de despertar esa dimensión intangible, pues saben que el hombre está sediento de un tipo de itinerancia cada vez más difícil de lograr, en el que el paisaje es el escenario donde se realiza otro tipo de viaje. Donde viajar no es sólo un movimiento de un lugar a otro, sino también un movimiento de uno mismo a uno mismo.

Ibiza todavía podría dar marcha atrás de un turismo que destruye, recuperar esos intangibles, con leyes más valientes y pioneras, ir hacia delante hacia un turismo que construye tejido de vida, con una ecología que empieza en el alma. ¿Se imaginan, por ejemplo, una reserva de silencio en la zona de Es Vedrá? Un turismo de interior para volver a casa, con una base firme de un turismo ecológico y respetuoso con la escasez de agua, con la belleza que se marchita a golpe de urbanismo desmesurado, que recupere la cultura payesa de la sobriedad y la ebriedad de lo sencillo, la identidad de una isla que detuvo el tiempo.