Son tiempos convulsos que escriben en los horizontes y el corazón signos para los que quieran ver y escuchar. Son señales que avisan de una necesidad imperiosa de corregir el error de tiro de esta sociedad moderna en temas esenciales para la supervivencia del hombre y el planeta. Signos que se escriben a diario en esta bella isla privilegiada que está elaborando con ellos un canto de cisne, pues su aguas merman irremediablemente, sus transparencias turquesas desaparecen, la tierra fértil se ha urbanizado, las serpientes reptan por un suelo ancestralmente sagrado. Un canto para el despertar.

Una vez más la isla de Ibiza mostró su luz y apaciguó las sombras de vivir en una gran ciudad. Su azul penetrado por salientes de tierra con caballera de pino regalaba la vista de belleza y la calmaba de tanto estrépito urbano. Esta vez tuve el privilegio de habitar en el norte y en el sur, en casas antiguas de payeses reformadas de forma respetuosa y sostenible, donde la sabina y la caña configuran atmósferas sin tiempo y donde pude escuchar conversaciones y sentir maneras de estar, que el alma de la isla cose en los corazones abiertos a su mensaje intemporal.

Isla de primordialidad que en un momento de su historia geológica sufrió un cataclismo que la convirtió de ser isla continental –con una fauna terrestre propia de la península- en una oceánica; como si hubiera surgido de una nada que borrase el tiempo causal preñándola de una nueva posibilidad. No se sabe bien si fue la actividad volcánica de las Islas Columbretes la que dejó una capa gruesa de ceniza que acabó con toda la fauna terrestre excepto la lagartija, curioso animal que según distintas tradiciones espirituales es benéfico, por el simbolismo que expresa su renacimiento en la primavera después del aletargamiento del invierno y por su búsqueda del Sol, de su luz y de su calor. Pero gracias a ese evento apocalíptico Ibiza volvió a la vida sin ningún tipo de animal reptante que supusiera un peligro para el hombre, y sólo el lenguaje de los pájaros hizo nido en sus geografías de bosque y cala.

Esta historia ecológica preñada de simbolismo para las culturas tradicionales que saben leer los signos en los horizontes hizo que los fenicios consideraran a esta isla como sagrada, bendecida por una fauna sátvica, dirían los hindúes, que habla sólo lenguaje de Cielo.

Por ello hicieron de su tierra el lugar de descanso para sus antepasados y miles de restos descansan convirtiéndose sus huesos en el rostro que mira desde la tierra el caminar de los hombres actuales.

El fin de la transmisión
Un caminar que fue lento como la madre naturaleza, pues hasta el siglo XX la rueda no vino a precipitar el paso armonioso de los hombres ibicencos. Y cuentan los payeses que pese a la extrema dureza de convivir con los ciclos cósmicos para obtener el sustento esa vida primordial, sencilla y dura estaba bendecida de cierta felicidad profunda, de un contento simple de saberse en el centro de una acción armoniosa con el medio terrestre y celeste.

Y los hijos primogénitos heredaban la casa en las tierras fértiles y perpetuaban la tradición cuidando de sus mayores, la trasmisión de una inteligencia ecológica que les hacía aprovechar cualquier reducto de tierra, ganándola incluso al escarpado acantilado y plantando una higuera en medio de la rocalla, pues un brazo de agua invisible había atravesado la tierra para fecundar lo imposible. Y los hijos segundos heredaban las tierras de costa, más infértiles, en una jerarquía difícil de entender en un mundo, el moderno, que ha querido igualar las providenciales diferencias y ahí desarrollaban todas las virtudes necesarias para sobrevivir en la dificultad y crecer en ellas, en fortaleza e inteligencia adaptativa.

Pero llegó la rueda y ese tiempo ecológico de pájaros y tiempos cósmicos de lentitud se precipitó en un desarrollismo salvaje que promete anegar la isla en una sombra mortal. Y como símbolo de esa sombra llegaron las primeras serpientes a invadir un territorio virgen, como para manchar la tierra pura de los ancestros y significar que el mal, había llegado a la Isla Pitiusa y que se arrastraba corrompiendo a muchos de esos hijos segundos, que de pronto vieron como su posición de peor herencia era invertido por un golpe de “suerte” proveniente del mundo, vendiendo por miles de euros lo que antes no valía nada.

Las tierras menos fértiles, para una cultura de lo rural, eran codiciadas ahora por un fenómeno tsunami: el turismo de masas. Y parecía que los últimos serían ahora los primeros, pero esto era sólo una inversión del orden natural, pues los primeros son aquellos que crecen internamente, espiritualmente. Único ámbito posible para el crecimiento ilimitado. Son los primeros en el reino puro del corazón unificado, son la gente noble que mira más allá de sus propios intereses y mantiene las costumbres que arraigan al hombre con la tierra y con el cielo. Estos últimos, en cambio, se iban a convertir ahora en los primeros en trasformar la tierra sagrada en una oportunidad de negocio, aunque para ello fuera necesario perder en las drogas y en el alcohol y en una sexualidad desordenada a toda una generación de jóvenes, que buscando la felicidad de una isla con promesas de belleza cayeron en los paraísos artificiales de muros de amplificadores, encadenando el corazón y la sangre a ritmos y sustancias lisérgicas que no ennoblecen el alma sino que la pierden en laberintos infértiles.

Vender la tierra de los ancestros y dejar que los últimos payeses mueran en residencias quitándoles la luz y el aire de la tierra con la que estaban entretejidos para que un millonario excéntrico devore los precios de la vivienda justa y haga una ostentación de su vicio de avidez, gastando un agua que no existe, robándole a la mirada un tramo de costa que pertenece al imaginario colectivo. Dejar que las capas freáticas sean esquilmadas y las aguas marinas contaminadas por complejos hoteleros que devuelven al azul turquesa de un mar que les daba riqueza su incompetencia e irresponsabilidad ecosistémica. Dejar, por un sistema de política caciquil, que crece siempre alrededor de la sed de poder que inocula el amor al dinero, que la inmoralidad del golf se extienda mientras poblaciones enteras de la isla no tienen agua potable. O dejar que otro rico ostentoso construya una piscina de 40 metros y jardines Japoneses para su recreo estival de apenas dos meses, con pérdidas de agua en sus tuberías mal diseñadas y que nadie clame al cielo.

La sombra llegó a la isla en un combate entre el bien hacer y el mal hacer, entre círculos viciosos nacidos de la avidez que toda alma lleva en su alma, de no saciarse nunca con nada y el círculo virtuoso de contentarse con poco, para que todos los demás puedan tener su parte de paraíso, “nada en demasía” decía el oráculo de Delfos.

Serpientes en el paraíso
Y las serpientes como símbolo de esa fuerza se van extendiendo por la isla, desde San Lorenzo a Santa Eulalia, asustando a una población local que ha vivido en la inocencia de esta fauna -que siempre ha inquietado al hombre- hasta que llegó ese poderoso caballero Don Dinero y nubló el entendimiento queriendo exportar ornamentales olivos en el que anidan las serpientes y palmeras de Sudán, que pueden traer un día escorpiones en su seno. Todo le vale al dinero y los propios ibicencos al vender su isla al mejor postor, ese turismo de discoteca y de lujo que va dejando daños colaterales irremediables y por las que las generaciones futuras gemirán, van sufriendo otros signos de esa sombra que se extiende robando la belleza a sus paisajes, cada vez más urbanizados. Robando el aire, pues la deficitaria depuración de las aguas va envolviendo la isla de ese olor a estancamiento que da el egoísmo de los que no se sienten uno con el territorio sino que sólo quieren ordeñarlo para su propio beneficio, y que no tienen ningún prejuicio de echar su inconsciencia a la mar de la que esta isla come, gracias a sus aguas cristalinas.

Como un cáncer, pues toda sombra es la negación de la luz, la lucidez para hacer las cosas con inteligencia y corazón, devoran sus propios recursos en una huida hacia adelante cortoplacista y anegan con sus residuos ese mar que pierde trasparencia año tras año, aumentando con los nutrientes de esas aguas excretadas por un sistema ininteligente otro signo del mal hacer, el plancton que opaca y alimenta a las medusas que hacen, a veces, imposible el recreo que venden como reclamo. Llegan las plagas de un apocalipsis isleño que nadie quiere mirar.

El silencio es robado por músicas electrónicas que, como hace años el tabaco, coloniza el espacio común y roba uno de los elementos intangibles que hace a esta isla un remanso para alcanzar cierto paraíso interior.

La huella sombría crece y el agua de los acuíferos está desapareciendo a la par que se saliniza. Cuentan de islas que perecieron por no parar a tiempo su autoinmolación, en este caso, ante el Becerro de Oro. Quiera la Diosa de la Misericordia que habita el corazón de la isla derramar su dulzura como lo hizo con aquel santo que hermitañeaba en Es Vedrà dándole miel como sustento y esa dulce suavidad despierte a los corazones de estas gentes privilegiadas y vuelva el sentido de lo sagrado, que exige sacrificio, a despertarse y apostar por un turismo de interior, en todo el sentido profundo de la palabra, renunciando sí, al becerro de oro, a las cebollas del faraón, por el maná que tenían sus ancestros al ser uno con la naturaleza amada.