Dicen que los meses de enero, febrero y marzo son los más crudos del año, pero no en Eivissa. Porque además de que el frío este año está brillando por su ausencia, más que nunca, es el momento de relajación, cuando la actividad cesa y todo queda en calma. Los ibicencos, de cuna o adoptivos, suelen hablar de estos meses como el momento más esperado, cuando la marabunta de guiris se esfuma y la isla queda para que la disfrutemos los residentes anuales.

Mi llegada a Eivissa fue precisamente cuando empezaba a asomar esta temporada baja, que significa la paz y el descanso de muchos, después de un verano en el que han redoblado esfuerzos. Y aunque me agradó encontrar un paraje casi paradisíaco, estaba ansiando la llegada del calor para ver a la isla en su esplendor máximo. Todos me prevenían y avisaban de que echaría de menos la tranquilidad del primer trimestre del año, pero necesitaba experimentar también el bullicio para poder crear mi propio juicio de valor.

Sólo puedes comparar cuando ya has pasado por los dos extremos, y si bien es cierto que en los meses de julio y agosto se crea un overbooking a veces insoportable, tengo claro que me quedo con el verano. Muchos pensarán que estoy loca, pero prefiero la isla vivaz de la época estival a la solitaria de la invernal. Porque ahora que dispones del tiempo –que te falta en verano– para disfrutar, te encuentras con que la mayoría de lugares están cerrados.

Tampoco hace temperatura para bañarte en la playa, donde ahora no tendrías que pelearte para encontrar hueco, ni siquiera hay chiringuitos, aunque el tiempo acompañe. El otro día pasé por la zona de La Marina en Vila y hacían eco sus calles, parecía un pueblo fantasma; y me hizo pensar que, aunque en verano haya demasiados, me reafirmo en que prefiero la abundancia. Más vale que sobre a que falte.