Decía San Juan Pablo II que la acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario -material, afectivo, educativo, espiritual- a cada niño que viene a este mundo, debería constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez que crecen «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres», serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar para la misma santificación de los padres. (Familiaris Consortio,). Y por eso, seguía diciendo el Papa que el futuro del mundo depende, en gran parte, de la vida de las familias, que tienen el papel especialísimo es el de contribuir eficazmente a un futuro de paz. La familia es base de la sociedad y el lugar donde las personas aprenden por vez primera los valores que les guían durante toda su vida.

Algunos domingos, después de celebrar la Santa Misa en la Catedral, si no tengo ningún otro compromiso en el resto de la mañana, suelo salir a caminar un tiempo, cumpliendo así la prescripción médica y disfrutando serenamente de la belleza de algunos parajes de nuestro ambiente. Y con gran alegría por mi parte veo muchos padres y madres paseando con sus hijos, jugando con ellos, conduciéndolos con tanto amor y simpatía. Y ello me lleva a contemplar esas acciones con satisfacción, paz y agrado, viendo cómo en nuestro ambiente hay tantos padres y madres buenos, entregados, que son una suerte para sus hijos.

A estas familias quisiera animarlas a dar un paso más, más efectivo, más valioso: a que fueran también ambientes adecuados y eficaces de formación cristiana. Es ello una aportación grande y extraordinaria a la misión de los padres a favor de sus hijos. La familia está llamada a ser templo, o sea, casa de oración: una oración sencilla, llena de esfuerzo y ternura. Una oración que se hace vida. A una familia que hace oración no le faltará nunca la conciencia de la propia vocación fundamental: la de ser un gran camino de unidad, servicio, ayuda mutua constante.

Mientras estaba con estos pensamientos coincidí que empecé a leer un estupendo libro de Manuel Vega Alocén, Director del Centro Penitenciario de Ibiza que bajo el título de "El testimonio de José Humberto Sánchez" presenta una buena biografía de esta persona, boliviana de origen y que vivió los últimos años de su vida en Ibiza y en esos años fue voluntario en el servicio pastoral en el Centro Penitenciario. Conocí y traté un poco a José Humberto y después de leer ese libro he quedado muy satisfecho de haberle conocido. Y cito esto por las cosas que este buen hombre, que falleció en junio de 2014, dice de sus padres, que las menciono como ayuda para tantos padres y madres de Ibiza y Formentera.

Dice de sus padres que no sólo le dieron el ser sino que le dieron la oportunidad de recibir una buena educación. En concreto, de su padre dice que aprendió la bondad, la generosidad, la humanidad, y aunque murió cuando él tenía diez años, quedó para siempre en su vida como un modelo de conducta. Y hablando de su madre dice que de ella aprendió a conocer el amor a Jesucristo, que cada domingo llevaba a todos los hermanos, cogidos de la mano a la misa en la iglesia más cercana, que era una persona que transmitía bien la disciplina y la libertad, y cuando era el caso sabía corregir cuando la ocasión lo requería.

En definitiva, a tantos buenos padres y madres que hay en Ibiza y Formentera deseo animarlos a que sean así, que sean efectivos en la ecuación humana y cristiana de sus hijos, fruto de su amor hacia ellos, y confiando también en la ayuda experta de educadores y catequistas serios y bien formados. Con esa opción Ibiza y Formentera serán cada vez mejores de lo que ya son, con sus familias que son base de la sociedad y el lugar donde las personas aprenden por vez primera los valores que les guían durante toda su vida.