Este domingo se celebran las elecciones al Parlament de Catalunya, las terceras en cinco años en esta, todavía, comunidad autónoma. Todo el país y Europa entera tendrán puestas sus miradas en este rinconcito del noreste de la península Ibérica. Y no es para menos. De lo que decidan los catalanes dependerá, nos guste o no, nuestro futuro. Si los partidarios de la independencia de Catalunya son mayoría, el lunes 28 podría armarse una buena. Como cuando Lluís Companys proclamó en la plaza de Sant Jaume de Barcelona la República Catalana en 1934, un sinsentido que finalmente quedó en nada pero que al protagonista, después del final de la Guerra Civil, le costó la vida.

Ahora, ocho décadas después, creo que es pertinente recordar sucintamente cómo hemos llegado a esta situación. Los catalanes han visto en los últimos años cómo el Estado ha ido tumbando cada una de las decisiones que soberanamente tomaba su Parlamento. Empezando por el recorte del Estatut de Catalunya, las sucesivas sentencias del Tribunal Constitucional y los numerosos desprecios del Gobierno español hacia las aspiraciones del pueblo catalán. Todo ello, sumado a la crisis económica, los innumerables casos de corrupción política y las históricas reivindicaciones de libertad de los catalanes nos han conducido a este extremo. Bien es cierto que tampoco ha ayudado la poca cintura del actual Gobierno, así como la costumbre del presidente Rajoy de atajar los problemas esperando a que se solucionen solos. Con Catalunya no le va a funcionar. Yo sólo espero que este domingo, voten lo que voten los catalanes, no se repita la misma historia de este país cainita.