En las últimas semanas he tenido la oportunidad de conversar con varios comerciantes del puerto de Vila, que observan con resignación cómo los primeros ingresos de la temporada pasan de largo ante sus narices por culpa del lavado de cara que la Autoritat Portuària está llevando a cabo en la fachada marítima. Sin embargo, esta no es su gran preocupación, ya que lo que más miedo les da a estos empresarios es que la llegada de los yates al muelle antiguo no repercuta de manera positiva en sus negocios.

Muchos son los que lamentan que la estación marítima de los barcos que navegan entre las Pitiüses se traslade al muelle comercial. Aseguran que cuando se haga efectivo este cambio de ubicación sus establecimientos se resentirán, y que los propietarios de los yates que ocuparán su lugar en el puerto de Vila no compensarán. Es evidente que cada vez son menos los comercios que están abiertos todos los meses del año en la Marina, un barrio que en invierno es lo más parecido a un pueblo abandonado del lejano oeste norteamericano mientras que en verano se convierte en Little Italy, como me comentó un día el ahora político y vecino de la zona Jesús Rumbo. ¿Es esto lo que queremos los ibicencos?

Soy escéptico cuando escucho que las reformas en el puerto de Eivissa –necesarias, por otra parte– conllevarán la mejora de nuestro bienestar. A los ibicencos no nos sirve tener una zona espléndida durante tres meses y que, cuando llegue septiembre, todo el mundo eche el cierre hasta la próxima temporada. Creo que, con la reforma del puerto, nos la han vuelto a colar.