Desde pequeña siempre lo dibujaba todo, no se le resistían ni los billetes que le daba su abuela, comenta Cristina Ramos, una artista gallega que lleva nueve años en Eivissa. «Mi padre fue el que vio que tenía dotes y me animó a estudiar arte, porque era algo innato en mí desde que tenía tres años».

Ya desde el colegio fue demostrando su destreza en la pintura y ganando varios concursos, algo que continuó durante el instituto y que posteriormente le llevó a estudiar Bellas Artes en Pontevedra. «El problema es que después de la carrera nunca he creído demasiado en mí misma y aunque busqué trabajo, no tenía claro qué camino tomar», reconoce que le atraían varias vertientes.

Sin embargo, aunque ha trabajado en otros campos, nunca ha dejado de lado su pasión por el arte. «Me gustaba mucho la pintura pero también trabajar con las manos» y, aunque reconoce que su escuela era bastante conceptual, no la convencieron para abandonar su estilo. «Yo luchaba contra los profesores que trataban de imponerme su forma de entender el arte», defendía ante todo su sello personal. «Bellas Artes es una carrera muy subjetiva, si te encontrabas a un profesor en tu línea te iba bien, de lo contrario era imposible».

Recuerda que uno de ellos le llegó a decir algo, que lejos de ofenderla le alivió porque por primera vez se sintió definida, «me dijo que lo mío no era arte y que por ende no era artista sino artesana y a mí me encantó, me vi identificada».

Evolución de estilos «Me gustaba también mucho trabajar la madera», tanto que incluso le sugirieron que estudiase ebanistería, y aunque se lo planteó, no le convencía

que estuviera tan dirigido al proceso industrial. «A mí me gustaba conocer cómo funcionaba cada material y a partir de ahí tener la libertad para crear lo que tenía en la cabeza». También apunta que le encanta reciclar materiales y restaurar muebles o crearlos a partir de piezas encontradas, «llevo mi arte a todo lo que pasa por mis manos».

Profundizando en su estilo, se observa en él horror vacui, «siempre fui de rellenarlo todo», algo a lo que no le encuentra explicación y que empezó a encauzar a raíz de investigar sobre la cultura azteca y precolombina. «Sus formas redondeadas y geométricas, aunque no completamente, me ayudaron a enfocar ese estilo y a darle una sintonía». Además, ha pasado por varias etapas como la de escribir textos sobre los cuadros, quizá por su necesidad comunicativa, y la de ir evolucionando a las protagonistas de sus obras, siempre mujeres.

«Las niñas siempre dibujan niñas, porque es tu cuerpo, lo que mejor conoces y yo debe ser una línea que seguí y sigo». Siempre mujeres fuertes, guerreras, hechiceras... al principio de cuerpo entero que después comenzó a difuminarse. «Cuando pasé a la universidad me dejó de parecer interesante el cuerpo y me centré en los bustos, después me quedé con las caras y los ojos».

Su etapa en la isla

Eivissa también ha marcado una etapa importante, pues reconoce: «Cuando llegué comencé a pintar n color azul porque era lo que me evocaba la isla, todo era azul, blanco y amarillo». Vino hace 9 años con una idea de triunfar entre el público alemán que se fue desdibujando al encontrarse con varias trabas. La más importante es que le faltaba un grupo de artistas en el que apoyarse.

«En Galicia éramos una piña y nos ayudábamos los unos a los otros. Cuando llegué aquí busqué lo mismo pero no lo encontré». Al principio, además, comenzó compaginando trabajos temporales en verano para poder dedicarse al arte en invierno, pero «en esos meses no se movía nada en la isla, hacía alguna exposición... pero si no te mueve en según qué círculos es muy complicado hacerse un hueco, y reconozco que sola no sé funcionar».

Después de pasar por muchos trabajos decidió centrarse en el arte y recientemente se ha unido al Art Club, que publica un catálogo anual y realiza varias exposiciones y reuniones semanales, en el que está empezando a encontrar ese grupo que tanto necesitaba.