Entre los antiguos semitas, de los que procede el pueblo hebreo, imperaba la ley de la venganza. La ley del talión constituyó en aquellos primeros siglos del pueblo elegido un avance ético, social y jurídico. Esa ley consistía en que el castigo no podía ser mayor que el delito. Jesús, en la moral del Nuevo Testamento, da el definitivo avance. Nos manda perdonar y amar incluso a los enemigos. ¿Por qué? Porque este es el distintivo de los hijos de Dios. El Señor establece que el cristiano no tiene enemigos. Su único enemigo es el mal en sí, el pecado, pero no el pecador. El mismo Jesucristo llevó a la práctica esta doctrina con los que le crucificaron. Por eso los santos han seguido el ejemplo del Señor, como el primer mártir San Esteban. El versículo 48 resume de algún modo toda la enseñanza del Evangelio de hoy, incluidas las Bienaventuranzas.

Es imposible en sentido estricto que la criatura tenga la perfección de Dios. Pero debemos tender, con la ayuda de la gracia, a ser capaces de practicar la misericordia y el amor hacia nuestros semejantes, sin excluir a nadie. «Dichosos los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 8,7). «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc. 6,36). La llamada universal a la santidad no es una sugerencia, sino un mandato de Jesucristo.