A raíz de la polémica suscitada por las medidas inmigratorias del Presidente Trump, hoy cuestionadas en los tribunales, el Royal Institute of International Affairs, más conocido como Chatham House, ha tenido el acierto de realizar una encuesta sobre lo que realmente piensan los ciudadanos de diez países de la Unión Europea sobre la inmigración procedente de Estados predominantemente musulmanes. La pregunta estaba formulada así: «¿Debería ponerse fin a la inmigración procedente de países predominantemente musulmanes?» y los resultados muestran un alarmante divorcio entre la opinión pública europea y el buenismo suicida de sus gobernantes, con honrosas excepciones, ya que el 70 por ciento de los polacos, el 60 por ciento de los húngaros, franceses, griegos y austríacos y alrededor del 50 por ciento de alemanes y británicos están de acuerdo con la pregunta. Los españoles, ¿cómo no? son los más políticamente correctos y buenistas, ya que «sólo» un 40 por ciento de los encuestados (tampoco es que esté mal) se muestra de acuerdo con la pregunta formulada, algo que da que pensar.

Otra encuesta llevada a cabo por el Pet Research Center en 2016 en varios países europeos revela que la mayoría de los encuestados tiene una opinión desfavorable de los musulmanes que residen en sus respectivos países, particularmente en Hungría, Polonia, Italia y Grecia.

Por último, Ipsos Mori (una compañía británica especializada en investigación publicitaria y de medios de comunicación) ha puesto de manifiesto que la ciudadanía europea no es consciente del número de musulmanes con los que convive: los franceses la subestiman en un factor de cuatro y los británicos en uno de tres, lo que significa que hay cuatro y tres veces más musulmanes de lo que franceses y británicos creen en sus respectivos países. Se trata de un dato muy significativo que hace pensar que si los ciudadanos de esos países conocieran el verdadero alcance del verdadero número de musulmanes con quienes conviven tal vez se reduciría significativamente su buenismo políticamente correcto.

No hay norma de derecho internacional general que obligue a los Estados a admitir en su territorio a ciudadanos de otros Estado, una consideración básica que debería ser el punto de partida obligado en los debates sobre inmigración pero que, por desgracia, no suele serlo. El Estado es, pues, soberano para regular el acceso de extranjeros a su territorio, a menos que esté obligado a ello por normas convencionales (tratados multilaterales o bilaterales libremente concertados) o por su propia legislación interna. Puede, por tanto, optar por una inmigración selectiva en función de la competencia profesional o de la nacionalidad de quienes admite en su territorio. De hecho, aquellos países que han optado por ambas modalidades (Canadá y Australia) son los que menos problemas de integración padecen. Por el contrario, los que optan por una inmigración desordenada, cuando no ilegal y posteriormente legalizada, como es el escandaloso caso español, se enfrentan a una bomba de relojería que ha de estallar inevitablemente más pronto o más tarde. Si España hubiera optado por favorecer la inmigración de ciudadanos de Estados iberoamericanos o de países del Este y dificultado la de los países predominantemente musulmanes, los conflictos migratorios serían de índole muy distinta: quienes piensan que el Islam es una religión ignoran que se trata de un proyecto político teocrático, regresivo, totalitario, antidemocrático y cruel.