¡Cómo estaría el Ruedo ibérico cuando de pronto pasaban por estadistas Felipe González Gal y Alfredo Rubalcaba Faisán mientras Rajoy no sabía ni contestaba -en un manejo magistral de los tiempos, eso sí- y el Mr. Bean que se cargó la idea discutida y discutible del Estado y dinamitó el consenso básico de la Transición se atrevió a volver a prodigar su sonrisa inane de maniquí congelado! En esas estábamos cuando a un Rey tan desprestigiado como aclamado (áteme usted esa mosca por el rabo, si puede) se le ocurrió pasarle el embolado a su hijo Felipe ofreciéndole dos alternativas envenenadas: la primera, consistente en emular a Amadeo de Saboya («non capisco niente; siamo una gabbia de pazzi», o sea «no entiendo nada; somos una jaula de locos») y optar por el «ahí queda eso»; la segunda, tratar de cumplir el papel que le asigna el artículo 56 de la Constitución, a saber, «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones». Aunque, como resulta que el funcionamiento de las instituciones es de lo más irregular, la tarea se antoja ciclópea porque hace ya tiempo que fueron secuestradas y prostituidas por una casta política de tan pocas luces como muchas corruptelas, hasta el punto que es evidente que lo que queda de España no es sino una democracia aparente (Scheindemokratie) de las que denunciaba Max Weber: ausencia de una auténtica separación de poderes, incumplimiento sistemático de los mandatos constitucionales y, como resultado, un nivel de corrupción incompatible con las exigencias de una democracia real.

La Constitución asigna al Rey, como Jefe del Estado, un papel arbitral que no creo que deba interpretarse en su acepción jurídica de «juzgar como árbitro», sino más bien en los que recoge la Real Academia española como «dar o proponer arbitrios» o «resolver de manera pacífica un conflicto entre partes». Si se trata de «dar o proponer arbitrios», no cabe duda de que el futuro Rey tiene mucho que hacer; por ejemplo, puede exigir a la casta que la estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos sean democráticos, como preceptúa su artículo 6 de la Constitución. También puede exigir que los Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial sean «independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley», según el imperativo del artículo 117. También debería exigir que el acceso a la función pública se lleve a cabo de acuerdo con los principios de mérito y capacidad (artículo 103). Con ello prestaría un gran servicio a la Nación.

Por lo que respecta al papel moderador de la Corona, éste debe consistir en «templar, aguantar, arreglar algo, evitando el exceso», según el DRAE. No creo que lo anterior consista en templar gaitas (una tarea harto difícil dado el carácter poco predecible del instrumento), sino más bien en instar a los gobernantes a cumplir con sus obligaciones, aunque éstas consistan en aplicar el desagradable expediente de aplicar el artículo 155 de la Constitución, que por algo sigue vigente.

Aunque me alarme el hecho de que se le defina como «el gobernante mejor preparado de nuestra Historia» (basta ver el penoso nivel de la generación más preparada de nuestra Historia), creo que si Felipe VI se empeñase en la tarea podría llevar a cabo una regeneración de nuestro entramado institucional tan necesaria como inaplazable. Difícil lo tiene.