Es Bes, dios de la danza y el placer sexual, quien da nombre a Ibiza. Vivimos en la isla más deliciosa para perderse, caer en la tentación, recorrer eso que los yoguis llaman sendero de la mano izquierda y descubrir que a través de los excesos, también puede llegarse a la iluminación.

“The paradise of lost souls”, que decía aquel pintor que descubrió el valor de las máscaras y burló a tanto esnob que solo valora el arte por su precio, Elmyr de Hory. “El paraíso de las almas descarriadas” que opinaba el genial practicante del yoga ibérico (la bendita siesta), Camilo José Cela.

El placer está donde uno lo encuentra y en Ibiza sale siempre al paso del viajero que se atreve a ir por libre, aunque el escorpión astrológico que la rige también da picotazos. Merece la pena por tanto regocijarse en el presente, sentir el aliento telúrico que provoca una maravillosa simbiosis hombre-tierra y enamorarse de la vida, que debería ser nuestro estado natural.

Dicen que los antiguos dividían el año en hivern y estiu. Mientras Perséfone baja a los infiernos y se siembra la semilla, la isla se sumerge en una calma ancestral. La gente se encierra en sus casas como los osos en su cueva; es tiempo de ensueño y reflexión tras el torbellino estival. Si el estado de ánimo es un ritmo, en invierno toca un suave adagio que inspira a la fauna indígena y forastera que se queda y vislumbra, literalmente, como el virgo de la isla se regenera y florece con la nieve de los almendros.

Las cigarras siempre han vivido bien en Ibiza.