Me han sugerido que me concentrara esta vez en gustos y disgustos literarios y el tema es peliagudo porque los míos no deben ser muy ortodoxos, pero ahí van.

En la literatura española, Valle-Inclán me parece un gigante, como me lo parece Cervantes, salvando el hecho de que el estilo de este último, a diferencia del del primero, es muy poco interesante. De la actual, me gustan muy pocos autores. El que más es Luis Mateo Díaz, cuya prosa tan seca pero evocadora como el paisaje castellano puede sorprender a veces con una comicidad implícita no siempre detectable. Además, su capacidad para inventar topónimos tan absurdos como evocadores y verosímiles es prodigiosa. No me gusta nada Javier Marías; he intentado leer algunas de sus obras pero se me caen de las manos antes de la página sesenta, básicamente porque escribe tan mal que su éxito en el extranjero tiene que deberse a la labor correctora de excelentes traductores. Ya se sabe aquello de que las traducciones son como las mujeres: si son bellas, no son fieles y si lo son, no son bellas.

En lengua portuguesa hay autores muy notables, entre los cuales desde luego no incluyo a Saramago, pero sí a Lobo Antunes y al mozambiqueño Mia Couto, que no es mozambiqueña como erróneamente pensaba un ministro portugués encargado de entregarle un premio. En cuanto al primero, psiquiatra de profesión, baste lo que sigue para que no haya dudas sobre su vis literaria: «Fue en ese momento cuando decidió ser psiquiatra para vivir entre hombres tortuosos como los que nos visitan en sueños y comprender sus frases lunares y los conmovidos o rencorosos acuarios de sus cerebros por los que circulan, moribundos, los peces del pavor» (»Conocimiento del infierno», 1983). ¡Los peces del pavor!, ¿hay quien dé más? En cuanto a Mia Couto, un hombre tan blanco como profundamente africano, destacaría su capacidad para enriquecer la lengua portuguesa con neologismos sorprendentes y su dominio del tiempo errático de su continente, que en nada coincide con nuestra noción occidental.

De Francia, admiro profundamente la perfección estilística de Flaubert; contemplar la miríada de correcciones que ilustra sus manuscritos es comprender que la voluntad de estilo es indisociable del trabajo intensivo y minucioso de quienes no se conforman con lo primero que sale de su pluma. Después de él, me apabulla Louis-Ferdinand Céline y su impresionante «Voyage au bout de la nuit», fuente de inspiración no ya de autores francófonos sino también de anglófonos, incluidos los de la beat generation; pocas obras más sinceramente desgarradoras que las del hoy proscrito por sus veleidades antisemíticas que, por censurables que sean, no merman la potencia literaria de un enorme escritor.

De los Estados Unidos me ha impresionado, desde que lo leí siendo muy joven, la prosa contenida y flaubertiana de John Updike. El comienzo de «Rabbit, run» es magistral en la forma (»A basket ball, boys, shouts, legs») y el profundo análisis de la clase media americana que llevó a cabo en su pentalogía sobre el vendedor de coches apodado «Conejo» es, en sí, un manual de sociología más valioso que la mayoría de los publicados. También aprecié mucho «La conjura de los necios» de John Kennedy Toole, hasta el punto de no dejar de leerlo aún cuando la risa que me provocaba su lectura agravara los dolores intensos que sufría a consecuencia de un accidente lumbar en tierras africanas. Tampoco me parece desdeñable la intrincada literatura de Thomas Pynchon.

En la literatura inglesa hay dos genios universales e irrepetibles, Shakespeare y Dickens, cuyos «Pickwick Papers» he releído incansablemente año tras año. Ahora bien, uno de los autores que me fascinan es Flann O’Brien (Brian O’Nolan, 1911-1966); baste la siguiente cita para comprenderlo: «Las gentes que pasan la mayor parte de su vida yendo en bicicleta por los vericuetos rocosos de esta parroquia mezclan sus personalidades con las de sus bicicletas como resultado del intercambio de átomos y le sorprendería conocer el número de gentes de esta zona que casi son mitad personas y mitad bicicletas». Las conversaciones submarinas de uno de sus personajes con San Agustín son sencillamente memorables y la sorna con la que trata el nacionalismo irlandés es desternillante.

En literatura rusa, soy mucho más afecto a Gógol que a Dostoyevski y aún más a Chéjov que a Tolstoi, sin quitar mérito a los preteridos por mí.

En la literatura japonesa clásica admiro básicamente los inescrutables haikus del budismo zen, pero también, hoy, las obras de Banana Yashimoto, Haruki Murakami y Kyoichi Katayama.

Se me objetará, con razón, que he prescindido de la poesía, tal vez para no tener que escandalizar a más de uno afirmando que Lorca me parece un poeta menor, tal vez el más sobrevalorado de su generación.