Medía dos metros, o al menos eso parecía desde mi estatura, tenía la voz grave, la nariz ‘gongoriana’, digna de un poema, y el gusto firme. Siempre vestía en tonos oscuros o neutros, elegante, con un fino pañuelo atado al cuello y hacía de su bicicleta su santo y seña. Cuando le perdí el miedo y lo convertí en respeto agradecí el trato especial por el que me permitía sacar de la biblioteca más de tres libros cada diez días y la condonación de las multas cuando no cumplía el plazo de devolución. En algunas ocasiones dupliqué el volumen de obras permitidas, aunque esta es una de las primeras veces que rompo ese secreto que manteníamos. Cambió el mes de castigo sin poder llevarme más ejemplares, para mi alivio, por bolsas de chucherías que debía entregar con pulso firme y aguantándome la risa cómplice. Me retó a leer obras supuestamente impropias de mi edad y gustos si quería sacar varios cómics o tebeos de Gardfield a cambio. Me sumergió en historias mágicas y me mostró los tesoros de aquella biblioteca.

Eran días en los que los trabajos de clase se hacían a golpe de enciclopedia, en los que recorrí a su lado pasillos donde pude viajar de Egipto a Pompeya y conocí de primera mano la historia de los dioses griegos. Una época en la que le consulté cómo podía atender las dudas existenciales que me acuciaban y en la que me mostró las mejores interpretaciones del cristianismo, budismo o islamismo con el fin de que discerniera por mí misma qué fe, filosofía o ideas propias seguir. Como buen sofista no respondía a mis preguntas de forma directa sino que me planteaba cuestiones nuevas.

Aunque se mudó a un edificio más grande, más moderno y mejor ubicado, mientras yo daba el salto del colegio al instituto, nunca olvidaré la magia y el olor de aquella primera biblioteca en la que conocía a mi primer amor: la lectura.

Si cierro los ojos puedo transportarme hasta aquellas mesas de madera antigua, cuajadas de iniciales, con sus lámparas verdes y doradas y su sala de silencio absoluto solo apta para estudiantes de BUP o COU. Siempre quise entrar a esta última, hasta que tuve edad para hacerlo y descubrí que, como las discotecas, son más atractivas cuando están prohibidas.

Me he acordado estos días de Manolo Arandilla, el Bibliotecario, con mayúsculas, de mi pueblo, de mi infancia y de mi vida, porque un amigo de Ibiza me ha relatado con idéntica admiración y cariño la jubilación de Enrique Calvo, su homólogo en Ibiza. Curiosamente ambos terminan en el mismo mes su vida laboral, pero no sus historias de amor por la lectura, propias y contagiadas. Estoy segura de que, además, comparten ese tipo de ojos de niño, presentes solo en algunos adultos en los que la edad se disipa para dar paso a las emociones.

Manolo Arandilla ha sido siempre un reputado poeta que no hacía distinciones entre los usuarios de su biblioteca por su expediente académico. Tal vez eso fue lo que más me sorprendió de él la primera vez que visité “su casa” de la mano de mis hermanos mayores. Él me hizo mi primer carnet y confió en mi futuro más que muchos docentes.

Manolo Arandilla me descubrió a los poetas que llenaron mis días y noches, los clásicos y novelas de escritores españoles y extranjeros, cuyos párrafos completos aun me bailan en la cabeza, y la pasión por un hábito que te hace libre.

Cuando crecí y dejé de ser la niña adorable con grandes gafas que leía sola en los rincones para convertirme en una adolescente rebelde, insoportable y siempre acompañada por sus amigas, nuestra relación cambió de puertas para afuera. Me reprendía con firmeza cuando hacía ruido en las salas de estudio, no sé si más que al resto, pero confieso que con mayor afección para mí, aunque no lo confesara. Eso sí en sus ojos siempre vi la confianza de quien sabe que la estupidez en algunos casos es solo un estado pasajero que se esfuma con los años y las luces. Por ello siguió prestándome más libros que al resto de usuarios de su biblioteca, ahora moderna y llena de luz, a escondidas, y con multas dulces de por medio.

Manolo Arandilla fue una de las primeras personas que entrevisté cuando me convertí en periodista y ese tipo de hombre que te hace llorar de emoción cada vez que lo ves. El otro día me contó mi madre que coincidieron en una comida y que ambos hablaron con orgullo de aquella niña cuyo afecto por los libros alimentaron juntos entre cuentos e historias y que hoy escribe los suyos propios.

Este es un homenaje a todos esos hombres y mujeres que siguen cultivando con firmeza, cariño y criterio la pasión por las letras en niños, adolescentes y adultos. Ese tipo de personas que recomiendan a otros a autores, les hacen revivir experiencias y les enseñan a declamar poemas, porque la vergüenza no está en apreciar los versos sino en desconocerlos.

Este es un artículo para todos los Manolos y Enriques de nuestro país, quienes dejan una estela de esperanza entre quienes tuvimos la suerte de ser sus discípulos y un ágora vacía que merece que gente de su altura los reemplace. Seguid leyendo y escribiendo, maestros, porque entre un libro y un alma libre solo hay una letra de diferencia.