El año litúrgico termina hoy con la solemnidad de Cristo Rey. Jesús es el Rey de reyes y Señor de los señores. Cuando el ángel Gabriel, de parte de Dios, anunció a María el misterio de la Encarnación del Verbo, le dijo: «Reinará ( Jesús) eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin».

Cuando los Magos llegaron a Jerusalén preguntaron: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Cuando el Señor fue crucificado, el parte superior de la cruz estaba escrito: «Éste es el Rey de los judíos». El Evangelio presenta la escena de los dos ladrones y nos invita admirar los designios de la divina Providencia, de la gracia y de la libertad humana. Uno de los ladrones crucificados con Jesús, se endurece, se desespera y blasfema, mientras que el otro se arrepiente, acude a Cristo, confía en él y obtiene la promesa de su inmediata salvación: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino. Mientras permanecemos en esta vida, todos pecamos, pero también todos podemos arrepentirnos. Dios nos es- pera siempre con los brazos abiertos al perdón. Por esa razón nadie debe desesperar, sino fomentar una firme esperanza en el auxilio divino. Entre los hombres, a la confesión sigue el castigo; mientras que ante Dios, a la confesión, sigue la salvación. El ladrón arrepentido reconoció que él sí merecía aquel castigo, y con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo.

Jesucristo, al responder al ladrón arrepentido manifiesta que es Dios porque dispone de la suerte eterna del hombre; que es infinitamente misericordioso y no rechaza al alma sinceramente arrepentida.

Nuestro Señor Jesucristo con la respuesta que da al ladrón nos revela una verdad fundamental de nuestra fe: «Creemos en la vida eterna». Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en gracia de Dios se salvan.