La pasividad de demasiados gobernantes españoles ante los desafíos separatistas que han venido sucediéndose, cada vez con mayor intensidad, demuestra su desconocimiento alarmante de la teoría del Estado y de la soberanía que lo sostiene. Aún más grave es que a esa pasividad se hayan ido sumando reformas legislativas que han configurado un Estado indefenso ante tales desafíos; traté de explicarlo en un reciente artículo titulado «El Estado indefenso»; en otro, «Los vericuetos de la soberanía», intenté aclarar el mecanismo ladino de ese superiorem non recognoscere nec habere en que consiste básicamente, pero que es insuficiente del todo para llegar a ostentarla; no basta con proclamarse soberano porque soberano es sólo el poder que solicita y obtiene la obediencia preferente del sustrato social común a todos los poderes que aspiran a ella.

La aspiración separatista suele estar condenada al fracaso en los estados modernos, precisamente porque es incapaz de obtener esa obediencia preferente del substrato social común del que forma parte. Esa aspiración siempre será minoritaria en esos estados e incluso en el territorio que se pretende escindir rara vez obtendrá una obediencia abrumadoramente mayoritaria y deberá contentarse con un porcentaje apenas similar al de aquellos que la repudian.

Así las cosas y en nuestro país, hay quienes piensan que debe darse un enfoque político a la situación de desafío a la legalidad que una parte de los representantes políticos de una Comunidad autónoma plantea al Estado del que forma parte y de cuya Constitución deriva su legitimidad. Yo entiendo que sí, siempre que dicho enfoque sea el políticamente correcto y parta del supuesto de la lealtad constitucional y del respeto a la legalidad; si el «enfoque político» se lleva a cabo en un contexto de rebelión institucional, no; por eso pienso que la respuesta debe ser ante todo jurídica: es impensable que un Estado negocie su supervivencia como tal y las aspiraciones separatistas precisamente tratan de impedirla. Sería paradójico que un Estado negociara su disolución con quienes la desean: el mundo al revés. Dos grandes estadistas explicaron la inanidad de ciertos enfoques políticos apaciguadores. Adenauer dijo que «la mejor manera de apaciguar a un tigre es dejarse devorar por él» y Churchill señaló que «es inútil tratar de apaciguar a un tigre dándole comida para gatos.»

El nacionalismo es una doctrina inventada en Europa a principios del siglo XIX, como explicó Elie Kedourie en 1960 en su famoso libro «Nationalism». Nietzsche escribió: «es bien sabido que nacionalismo y ciencia son cosas que se contradicen, aunque los falsos monederos de la política nieguen ocasionalmente ese saber». Aldington explicó que «el patriotismo es un sentimiento acendrado de responsabilidad colectiva. El nacionalismo, el necio cacareo de un gallo sobre su propia pila de estiércol».

Lo que el Gobierno del Estado debería hacer cuanto antes es activar el mecanismo del artículo 155 de la Constitución y suspender la autonomía de la Comunidad autónoma de Cataluña siquiera por aquello de Humpty-Dumpty en Alicia en el País de las Maravillas: «la cuestión es saber quién manda aquí; eso es todo», pero, además, porque una vez apartados de los cargos y prebendas que les facilita la Constitución española que ponen en entredicho tal vez se lo pensaran dos veces antes de seguir adelante con su deriva a ninguna parte. Por cierto que el tan cacareado «derecho a decidir» no es tal, porque el Derecho internacional vigente sólo lo reconoce «a los pueblos sometidos a dominación colonial», como rezan las Resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas 1514(XV) y 2625(XXV). La pretensión de que ese sea el caso de la Comunidad Autónoma de Cataluña se antoja delirante.