Qué pena me dan esos periodistas a los que, dado su fanatismo e intransigencia, no les parece aceptable ninguna otra opinión que no sea la suya propia. Aquellos que ven mafias por todas partes y, por tanto, a todo aquel con criterio distinto al suyo lo colocan en la plantilla de asalariados de las abundantes mafias que ven por todos lados. Y así, políticos, periodistas, jueces, fiscales, policías y guardias civiles que no hacen lo que ellos desean, son miembros de las mafias imaginarias que atestan la isla. No se salva nadie. Muy a menudo ven mediocridad y limitaciones en el resto de personas (de ahí que los etiqueten de lacayos, esbirros, sirvientes…) solo porque piensan distinto y no se pliegan al dictado único del Granma, la KCNA, la IRNA; en suma, la prensa única que ellos desearían para hacer de Ibiza un paraíso cubano. Por más que alaben la profesión periodística, no entienden nada de lo que supone la libertad de prensa, de opinión y de expresión, porque su intolerancia les impide aceptar cualquier divergencia a su razonamiento paranoico, el único válido y en contra del cual nada puede objetarse sin que, quien lo haga, haya de ser flagelado con toda una retahíla de exabruptos similares a los que los seguidores de Nicolás Maduro dedican a todos los que no se proclaman chavistas. Y lo peor es que se autoatribuyen la autoridad moral de conceder títulos de buen periodista o buen escritor, porque ellos caminan sobre las aguas y están por encima del bien y del mal. Sucede que, en su divinidad, en su inteligencia superior, son incapaces de detectar siquiera la ironía y el sarcasmo, (»Brou!»), cosa que a menudo hacen los radicales, cegados en su propio odio y fanatismo, incapaces de ver más allá de su propio pensamiento. No son tan inteligentes como podría pensarse y eso, créanme, da pena.