La parábola del juez injusto, expresa la eficacia de la oración perseverante. Comparar al Señor con una persona como un juez injusto es una paradoja, un gran contraste. Si hasta un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres hace justicia a la viuda para que no le moleste, ¡cuanto más Dios infinitamente justo y Padre Nuestro, escuchará las oraciones perseverantes de sus hijos! Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer o caer en el desánimo. ¿Por qué debemos orar? Primeramente porque somos creyentes. La oración es el reconocimiento de nuestros límites, y de nuestra dependencia. Venimos de Dios, somos de Dios y volvemos a Dios. Hemos de abandonarnos en manos de Dios nuestro Creador, nuestro Señor y nuestro Padre con plena y total confianza. La oración es un diálogo misterioso pero real, con Dios, un diálogo de confianza y amor. La vida de Jesús ha sido una oración continúa, un acto continuo de adoración y amor al Padre. La cumbre de la oración de Jesús, es el sacrificio de la cruz, anticipado en la Eucaristía, en la Última Cena y transmitido a todos los siglos con la Santa Misa. Jesucristo es el que ora por nosotros, con nosotros y por nosotros. Hemos de reconocer con humildad que somos pobres criaturas, frágiles y débiles, con necesidad continúa de fuerza interior y consuelo.

La oración da fuerza para los grandes ideales, para mantener la fe, la caridad, la pureza, la generosidad. La fe y la oración van íntimamente unidas. Hay un adagio latino que dice, «nulle diez sine línea», no dejes pasar un día sin leer. El cristiano, y toda persona creyente debería decir. «No debo pasar un solo día sin rezar». El que reza, dicen los santos se salva.