Antònia, mi profesora de catalán, con un interés encomiable dedicó un tiempo jugoso a enseñarnos los distintos acentos y tildes que configuran el idioma. Y nosotros, en nuestra condición de alumnos, reclamamos el menor esfuerzo para su aprendizaje. Lo cual es normal a la hora de distinguir entre el papel del alumnado y el de la profesora.

A mí esto de los acentos me parece una cosa para aspirantes a intelectualoides, viejos puristas y amantes de los juegos de palabras, entre los que me incluyo. A fin de cuentas, la primera misión de una lengua (la forma) es establecer vínculos que permitan la comunicación (el fondo). Y eso se logra medianamente bien con acentos o sin ellos. La prueba es internet que busca en la red de la misma manera palabras en mayúsculas o en minúsculas, con tilde o sin tilde.

Dicho esto, sin intención de contradecirme, considero que nada hace más viva a una lengua que su actualización, su evolución y, si es necesaria, su corrección en momentos determinados. De ahí que la propuesta de nueva ortografía aprobada por el Institut d’Estudis Catalans se me antoje una buena iniciativa. Quizás ahora, corresponda a su correspondiente más cercano, el Institut d’Estudis Baleàrics, refrendar la propuesta para asumirla como propia.

La reducción de los acentos diacríticos –tildes, para entendernos– es la iniciativa más sorprendente, pero no la única. Más de un centenar de términos catalanes dejarán de tildarse, lo cual enfatizará el contexto por encima del texto. Con otras palabras, uno distinguirá el mes del año, del més adverbio de cantidad, incluso de la colación política Més, por el contexto, por lo que están diciendo las otras palabras y de esta forma el destinatario captará el sentido y su mensaje. Lo que no tengo muy claro es si pasará lo mismo con la ideología.