Cuántas veces me habrán avisado los residentes, que llevan más tiempo en la isla que yo, de que en Eivissa las bicicletas vuelan? Y no porque tengan un don especial y en lugar de rodar por el asfalto sean capaces de elevarse del suelo, sino porque hay una serie de habilidosos, por suavizar el término, que las hacen desaparecer. Y no una, ni dos, ni tres, sino varias diarias y en diferentes puntos donde, casualmente, nunca nadie ve nada.

No culpo a los transeúntes, quizá también han robado alguna bici en mi presencia sin darme yo cuenta de ello, más bien halago la maestría y sutileza de quienes a diario se salen con la suya sin pagar por ello. Efectivamente, como pueden imaginar, acertadamente, hace tan sólo unos días desapareció misteriosamente mi bicicleta. Cuando fui al puerto, tras terminar mi jornada laboral, me dirigí al punto exacto donde llevaba dejándola más de cuatro meses. Pero ese día ya no estaba. En su lugar, y por si me cabía alguna duda, estaban los tres candados que la ataban al aparcamiento de bicicletas, cortados en el suelo. Pensé que era todo un detalle por parte del ladrón, porque por si no bastara con la desilusión con la que te topas, encima tienes en suelo la prueba irrefutable de que indudablemente te la han robado. Un recochineo que parece apuntar un punto en el marcador del usurpador y un cero como una casa de grande en el tuyo propio. Es entonces cuando varias voces suenan en tu cabeza repitiendo esas frases que tantas veces has escuchado, ‘cuidado que aquí roban muchas bicicletas, a todos mis amigos les ha pasado’. Y te imaginas que cuando se enteren te dirán un odioso ‘te lo avisé’.

¿Acaso tengo yo la culpa por dejar la bici con tres candados estacionada en el lugar apropiado para bicis, en un paseo transitado y a plena luz del día? La solución entonces sería subírmela a casa, al trabajo, meterla en el súper, en un restaurante… No señores, no miremos hacia otro lado, el problema sigue latente y, desde luego, la culpa no es del dueño, que finalmente se queda compuesto y sin bici, y a quien sólo le quedan como premio de consolación unos candados rotos.