El título II de la Constitución, dedicado a la Corona, atribuye al Rey el papel de «símbolo de la unidad y permanencia del Estado, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones...», todo ello bajo el refrendo del Gobierno. El margen de actuación de Felipe VI ante el proceso independentista de Catalunya, por tanto, es escaso, limitado, pero no inexistente. El Rey carece, por mandato constitucional, de poder decisorio –que le corresponde ejercer al Gobierno– pero tiene en su mano la gestualidad simbólica para emerger como referente ante el gravísimo conflicto institucional de Catalunya con los poderes del Estado.

Oportunidad única. Salvando todo tipo de matices, don Felipe tiene –como tuvo su padre en el golpe de Estado del 23-F de 1981 y antes como piloto de la Transición– una oportunidad para confirmar la utilidad y capacidad de servicio de la institución monárquica en nuestro país, ahora más cuestionada que nunca. En este sentido, el inexcusable sometimiento a las directrices del Gobierno no puede servir de blindaje para defender el dontancredismo político del jefe del Estado, cuya función de árbitro también le obliga a tener presente las demandas, aunque sean ilegítimas a la luz del actual entramado jurídico español, de buena parte de los ciudadanos catalanes que él, como Monarca, también representa.

Facilitar el diálogo. En todas las ocasiones en las que el Rey ha aludido a la situación política de Catalunya lo ha hecho asumiendo milimétricamente las tesis gubernamentales –como ayer en su discurso a los embajadores de la Marca España–, las cuales –y a las pruebas hay que remitirse– nada han solucionado. Esta es la realidad. En estos momentos sólo cabe aspirar a una paralización momentánea y temporal que ayude a resolver el entuerto de las relaciones entre Catalunya y el resto de España. Esto requiere enormes dosis de diálogo y voluntad de acuerdo, tarea en la que quizá sea precisa la mediación de Felipe VI.