Llegó a Ibiza hace cerca de 20 años y se enamoró de sus campos, le encantó eso de salir a pasear y poder disfrutar fácilmente del contacto con la naturaleza. Muchos años y algunos libros después, Santiago Beruete, antropólogo y profesor de filosofía en el IES Santa María de Ibiza, sorprende con su Jardinosofía. Un libro que nace en el seno de su propio jardín y en el que trata de analizar las contradicciones del ser humano desde la experiencia del huerto y el cultivo de un jardín. Un libro que, para su autor, habla sobre todo de la felicidad y la buena vida. Sin embargo, son cada vez más los medios de comunicación que se hacen eco de la labor de Beruete desde diferentes disciplinas como el paisajismo, la arquitectura, la literatura, el pensamiento, la buena vida o felicidad. El escritor pamplonés, que ya trabaja en un segundo libro que ahonda en la misma temática, considera que «cada uno lee el texto desde una óptica».

—¿Qué tiene su obra para seducir a lectores tan diversos?
—Creo que es precisamente el hecho de que no se pueda catalogar en ninguna sección. Le puse ese título porque era un intento de dar visibilidad a una tradición literario filosófica que había existido siempre: analizar las contradicciones del ser humano a través de la experiencia del jardín o los huertos. Desde Lucrecio o Virgilo hay muchos libros que hablan de la experiencia del jardin desde un punto de vista como un campo de pruebas emocional o vital, escuela de ética, de rebeldía o como una manera de estar en el mundo. Pero no existía una palabra que formulase con visibilidad a este género. Yo he intentado bautizar con jardinosofía a este género que es más antiguo que mi libro y al que mi libro se sumaba. Dar visibilidad a esa larga tradición de obras que se han ocupado de analizar las contradicciones del ser humano desde la perspectiva de la experiencia del huerto y cultivo de un jardín.

—¿Es ese su gran atractivo?
—Todo lo que suene a buena vida, a felicidad, pero creíble, sin el tufillo de la nueva era o de las jergas cansinas del pensamiento positivo, sino algo más auténtico, despierta interés en la gente. Este libro sobre todo habla de la felicidad.

—¿Cómo se llega a la felicidad, según la jardinosofía?
—En el cuidado de cualquier jardín intervienen una serie de valores, o de cualidades como podrían ser la paciencia, la perseverancia, la humildad o la esperanza. Son valores que animan a otras formas de compromiso con la tierra y con los semejantes. Por otro lado, cualquier persona que se haya esforzado en hacerse un trozo de tierra o un pequeño edén o vergel, sabe que los beneficios psicológicos y físicos de cultivar un huerto son muchas veces la serenidad, esa libertad interior, sensación de cansancio que va asociada al reposo, la calma o la inocencia. Al fin y al cabo son los ingredientes esenciales de una buena vida. La receta yo no la conozco, pero es evidente que esas cualidades son ingredientes esenciales. Y desde la noche de los tiempos hay una corriente subterránea que une la felicidad con los huertos y los jardines. Lo que yo he puesto de relieve, como profesor de filosofía que soy, es que la filosofía nace en los jardines.

—¿Cuáles serían esas contradicciones del ser humano que quedan bien patentes a través de la experiencia de los jardines?
—Una de esas contradicciones esenciales sería que tenemos una nostalgia del paraíso perdido, ese paraíso terrenal o edén que está en el espíritu de cualquier corriente ecológica: volver al jardín planetario, esa tierra madre. Sin embargo, por otro lado ese retorno a la naturaleza está en contraste con el mundo hiperurbanizado en el que vivimos, con esa explosión demográfica extraordinaria donde los jardines de algún modo combinan esa especie de retorno a la naturaleza con el deseo de evadirnos de la realidad urbana, densamente poblada, a veces asfixiante y marcada por las pautas de un neoliberalismo salvaje que a veces nos impone una lógica al máximo beneficio, una mercantilización. Retorno a la tierra y huída de la realidad, las dos cosas al mismo tiempo.

Por otro lado, los jardines son algo efímero, que requiere mucho cuidado y dedicación porque en poco tiempo el más hermoso de los jardines desaparece. Son una fiesta a lo efímero como definió un estudioso y al mismo tiempo son un símbolo de la eternidad que está presente en mucha de nuestra cultura empezando por el Jardín del Edén. Esta combinación entre lo efímero y la permanencia también sería otra contradicción.

—¿Alguna más tangible?
—Precisamente el otro día analizaba en clase con mis alumnos el caso de esa bacteria que está atacando a los olivos y amenaza con ser una auténtica plaga por la que se tengan que sacrificar muchos árboles. Ahí vemos que esa bacteria ataca a los olivos porque estos árboles han formado parte de un negocio mercantilista de compra y venta, de negociación, donde los olivos tenían un valor en si mismos. Con ese negocio y transporte de olivos han venido unas bacterias que amenazan. Es una especie de cuento moral. No son plagas bíblicas, pero sí igual posmodernas.

—¿De dónde nace la idea de escribir Jardinosofía?
—El origen del libro es totalmente vivencial, no se habría podido escribir en una biblioteca, ni con las manos limpias. Sino que se escribió con las uñas llenas del barro del huerto y los brazos cansados de mover piedras. Lo primero que hice fue un jardín. Tuve la experiencia en un momento de crisis personal y fue ahí cuando le dediqué un tiempo grande a un trozo de bosque que tenía, a reconstruir bancales, plantar frutales, etc. En esa experiencia, que fue dura, fui encontrando una especie de sabiduría escondida ahí, quizás porque ya tenía la predisposición de la filosofía. Al mismo tiempo iba visitando otros jardines europeo e iba fraguando la idea en mí de que esto era algo más serio de lo que yo creía. Un día se lo comenté a un compañero y profesor y me animó a escribir el libro.

—¿Cómo está hoy aquel jardín?
—Está en las montañas de Can Pep Simó, esplendoroso, aunque lo tuve que vender hace un par de años. Pero sé que se ha conservado. Ese jardín fue mi biografía con sus árboles frutales, plantas aromáticas y otras plantas de secano.
El jardín se han convertido en una manera de exhibicionismo, un signo de status, pero también de resistencia y de solidaridad; rebeldía y contestación social, frente a la mercantilización salvaje. Los jardines también son los huertos urbanos. De hecho, empieza el libro explicando cómo se fabrica una bomba de mano verde, de las que usaban las Green Guerillas en Nueva York para colonizar espacios como actos de reivindicación y afirmación. El jardín también tiene esa dimensión política.